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Indicios del mal
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Dossier

Ricardo III

Rodolfo Marcos-Tunbull
Dossier

Shakespeare hizo de Ricardo III uno de los héroes/villanos más atractivos y al mismo tiempo repulsivos de la historia de la literatura. La versión shakesperiana no corresponde del todo con el personaje histórico. Sin embargo, la imagen predominante de Ricardo III es la que le debemos a Shakespeare. Rodolfo Marcos-Tunbull traza una radiografía precisa que da razón de por qué Ricardo III se convertiría en el canalla proverbial. 

Atractivo y repulsivo a la vez, Ricardo III es el villano más famoso de la dramaturgia shakespeariana, con todo y que la lista incluye a Yago, Macbeth, entre los trágicos; a Calibán y Shylock en las comedias, a Somerset y su amante, Margarita de Anjou, en las obras históricas. La versión shakespeariana de Ricardo III no corresponde precisamente con la figura “histórica” más o menos registrada y aceptada hoy en día por los historiadores. Shakespeare se basó en la “biografía” escrita por Tomás Moro, ministro de Enrique VIII. En ese momento, cuando aún no rompía relaciones con el monarca, Moro necesitaba “inventar” de alguna manera una cierta legitimidad de los Tudores que habían accedido al trono después de Ricardo III, con el vencedor de la batalla de Bosworth, el conde de Richmond, que se convertiría en Enrique VII.

Pero lo que nos importa aquí es el héroe/villano creado por Shakespeare. Forma parte de la galería de personajes que permitió a Harold Bloom, con un poco de exageración, señalar que el poeta habría “inventado” lo humano. En verdad no lo inventó, pero es cierto que con esa galería se puede afirmar que, como Terencio, nada humano le era ajeno. 

Porque, salvo durante un solo momento (que veremos más adelante), este Ricardo III se presenta siempre de una sola pieza: a lo largo del drama sus actos todos están encaminados hacia el único objetivo de cobrar venganza a la Naturaleza que le otorgó un cuerpo terriblemente deformado. Y aun cuando hacia el final de su vida llega a perder “su” compostura, en uno de sus soliloquios, dice extraviado: “yo soy yo”. Y ya casi para terminar la obra lo reitera: “pues no se sospecha en el mundo todavía lo que soy”. Los espectadores estamos sobre aviso, y la excitación de ver en el escenario a este hombre contrahecho externa e internamente empieza a ejercer una fascinación ⎯que quiere decir encantamiento, maleficio con palabras mágicas⎯ que debería al menos servir para cuestionar la propia posición subjetiva.      

Desde las últimas escenas de Enrique VI y, sobre todo en Ricardo III, Shakespeare recurre al soliloquio como forma privilegiada de incorporarnos al drama, para darnos a conocer la “psicología” del personaje, sus verdaderas intenciones, estado de ánimo, reflexiones, deseos e, incluso, planes de acción. Ricardo comunica todo lo que sucede en verdad en su interior. En algunas puestas en escena de la obra, el director hace que el actor que lo representa se dirija al auditorio mismo, como en un aparte intencionado (no señalado así por Shakespeare) que tiene por objeto, en primer lugar, enterarnos de lo que piensa, pero, sobre todo, hacernos de alguna manera cómplices silenciosos de sus actos. Volveremos a ello más adelante.

Telón de fondo

¿Cómo surge Ricardo? Los antecedentes históricos más o menos inmediatos son conocidos: hacia finales del siglo xiv, Ricardo II, monarca legítimo de las islas, se había convertido en un tirano. Tras 10 años de exilio en Francia, Enrique Bolingbroke, primo de Ricardo II, pudo reunir a los descontentos, que se le unieron, y finalmente, Ricardo fue destronado y murió en prisión. Bolingbroke ascendió al poder como Enrique IV y “fundó”, por así decirlo, la dinastía Lancaster. Lo sucedieron en el trono, primero, su hijo Enrique V (que conquistó Francia) y luego el hijo de éste, Enrique VI. Durante el reinado de Enrique VI se perdió Francia, lo que sirvió de “razón” o pretexto para que una rama que descendía de Eduardo III, Edmundo de Langley, Duque de York, estuviera convencida de que ellos eran los legítimos sucesores de Ricardo II. Se establece así una rivalidad encarnizada entre los primos que se designan como la facción York ⎯representados simbólicamente por una rosa blanca⎯ y la facción Lancaster ⎯cuyo símbolo era una rosa roja⎯. Quizá este hecho marca el inicio de las agrupaciones que más adelante se convertirían en partidos políticos, al menos en Inglaterra. Ahí empieza lo que se conoce como La Guerra de las Rosas, que dura alrededor de 30 años (en guerra efectiva mucho menos de ese lapso). Para Ricardo III, hijo de Ricardo, duque de York, esta guerra va de su primera juventud hasta su muerte, en la batalla de Bosworth, cuando estaba en el poder (que usurpó) y que duró 2 años aproximadamente. A su muerte lo sucede un descendiente lancasteriano, Enrique también, Conde de Richmond, que instaura la dinastía Tudor y que reinará como Enrique VII. Richmond enlazará la rosa roja con la blanca al casarse con Isabel, hija de Eduardo IV, hermano de Ricardo. Su hijo será Enrique VIII, el de las seis esposas, que no tuvo descendiente varón y cuya hija Isabel I reinará muchos años. Es en este reinado que Shakespeare escribe su Ricardo III, en 1592-1593. Más o menos un siglo después de los acontecimientos que narra. Isabel I murió en 1603, lo que marcó el fin de la dinastía Tudor y el último de los reyes de procedencia Lancaster–York. Jacobo I de Inglaterra (y VI de Escocia) de hecho inaugura la dinastía Estuardo, cuando las rosas beligerantes ya estaban ambas marchitas porque otra “guerra” había ocupado su lugar: la guerra entre católicos y protestantes.

El personaje

Resulta que no hay, sólo en apariencia, mucho misterio cuando se trata de desentrañar el “carácter” de Ricardo III. Casi todos lo consideran un vil villano, lo que no deja de ser cierto, pero se puede ir más allá. Sus soliloquios —que comienzan desde la obra anterior, la tercera parte de Ricardo VI—, no tratan, según Peter Ackroyd, simplemente de mostrar un sumario de “esto es lo que soy”, sino más bien, “esto es en lo que me estoy convirtiendo”.

En la tercera parte de Enrique VI, el rey depuesto se encuentra encarcelado, se ha entregado a una dura vida monacal autoimpuesta y había aceptado portar la corona, pero se negaba a gobernar. Ricardo lo asesina a puñaladas frenéticas y, justo después, profiere un soliloquio que no deja lugar a dudas respecto de sus intenciones:

“¿Creéis, en efecto que no tenía razón para apresurarme, a fin de perseguir la ruina de los que usurpaban nuestro derecho? […] Puesto que los cielos han moldeado así mi cuerpo, que el infierno deforme mi alma, para ponerla en armonía con su envoltura. No tengo hermano, no me parezco a ningún hermano, y esta palabra ‘amor’ que las barbas grises llaman divina, puede residir en los hombres que se semejan los unos a los otros, pero no en mí que soy único.” (Tercera parte de Enrique VI; Acto 5, esc. VI. /Esta cita y las restantes corresponden a la versión de Luis Astrana Marín, Aguilar, 1981).

En posteriores soliloquios, sobre todo en el muy famoso que abre Ricardo III, insistirá en el rasgo que lo distingue: su contrahechura, una deformidad tal que incluso hace que los perros le ladren al pasar; esta desproporción abismal con aquellos de los que no es “semejante”, no lo hace apto para amar, dice. Lo que está implícito y es quizá más importante para su concepción de sí mismo, es que tampoco es apto para ser amado, que es su anhelo más grande. “Nadie” podría amar a Ricardo III, el crookback, cuya alma —su mente y su visión del mundo— está moldeada según esa espalda torcida. Cuando el hijo de Enrique VI es apresado en la batalla de Tewkesbury por el rey Eduardo y sus hermanos, el muchacho los confronta y se dirige a los tres con el rasgo que caracteriza a cada uno: “Lascivo Eduardo, y tú Jorge perjuro, y tú, Dick, deforme (mis–shapen)…”. Su corcova es la expresión física de su incapacidad amatoria activa y pasiva. Dice Ricardo en ese mismo primer soliloquio: 

“Pero yo, que no he sido formado para estos traviesos deportes ni para cortejar a un amoroso espejo…; yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto por la pérfida Naturaleza, deforme, sin acabar […] no hallo delicia en que pasar el tiempo, a no ser espiar mi sombra al sol, y hago glosas sobre mi propia deformidad. […] Y así, ya que no puedo mostrarme como amante […].” 

 

Concluye:

“[…] he determinado portarme como un villano y odiar los frívolos placeres de estos tiempos. He urdido complots, inducciones peligrosas, valido de absurdas profecías, libelos y sueños, para crear un odio mortal entre mi hermano Clarence y el monarca. […] Yo [soy] sutil, falso y traicionero.”

Con todo esto a cuestas, no puede uno dejar de preguntarse, entonces, qué es lo que hace que la audiencia tenga tal fascinación ante esta pintura del horror humano. La respuesta no puede ser sencilla ni única, y tiene que ver mucho más con el espectador que con el personaje.

Aristóteles definía la tragedia como una representación que tendría por objeto producir en el espectador un efecto de catarsis, esto es de “purificación”, entendiendo ésta como la experiencia de “temor y piedad” ante el espectáculo. Siguiendo a Aristóteles, se requieren principalmente tres elementos inherentes a la tragedia para producir dicho efecto: la comprensión de los principios causales de la trama, la respuesta emocional a la misma y la respuesta emocional al personaje. Estos elementos deben ser consistentes con la razón y reflejar su juicio.

En la experiencia de ver Ricardo III representada se producen, desde luego, los tres requisitos, pero quizá sobre todo el de la respuesta emocional hacia los personajes: la trama, en principio, es bastante sencilla: se trata del despliegue de todas las estrategias y maneras que están a mano de Ricardo y más con tal de acceder al poder: eso le permitiría vengarse de la pérfida Naturaleza representada en el género humano, “los que son iguales”. Nadie se salva de la descarga vengativa de este lisiado físico y emocional. Shakespeare lo indica desde la tercera parte de Enrique VI: en uno de sus primeros “apartes”, ante el cambio de bando de su hermano Clarence, Ricardo, a la sazón Duque de Gloucester, proclama hacia el auditorio: “No te seguiré. Mis pensamientos tienen mayor alcance. No es por amor a Eduardo [el rey] por lo que me quedo, sino por amor a la corona”. Esto es, su exclusión de los que son iguales lo hacen perseguir, con frenesí, el sustituto que representa ser considerado, por todos, el primer hombre del país. Sabe entonces lo que quiere y no descansará hasta obtenerlo: y es precisamente esta determinación, esta irrefrenable disposición al ejercicio del poder (absoluto), que produce en nosotros terror ante él y piedad por los objetos de su furia. Entre otras cosas porque, como lo señala Freud, “en algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico” se da un proceso de identificación con Ricardo III en la medida en que nosotros, como él, hemos sido privados de algo. No hay nadie en el mundo al que no se le haya negado algún atributo o algún bien. Si a Ricardo la Naturaleza lo privó de un cuerpo proporcionado, a cada uno de los espectadores se le habrá privado de alguna propiedad (en el sentido amplio del término): en otras palabras, el proceso de identificación del espectador con el torvo personaje se produce en la medida en que éste es evidentemente una víctima; o, si objetivamente no lo es, así se considera, lo que, para todos los efectos, no hace gran diferencia. La Naturaleza lo engañó, le sustrajo aquello básico que le permitiría tener una vida con el único bien que desea y que, junto con la deformidad de su cuerpo, se fue: el amor. Ahí, el espectador se ve, de alguna forma, reflejado: aunque sea parcial, la identificación en el victimismo no es sólo irresistible, tiene también la fuerza para hacer de Ricardo III, la más representada de todas las tragedias, por encima incluso de las otras llamadas “grandes”: Hamlet, El Rey Lear, Macbeth u Otelo.

El lugar de cómplice del auditorio se debe a la destreza de Shakespeare para incluirnos en las verdaderas intenciones del personaje. Los “apartes” y soliloquios pretenden mantener ignorantes de las reales motivaciones de Ricardo al resto de los personajes, pero encubridores a nosotros. 

“¡Hago el daño y grito el primero! ¡Las malas acciones que urdo secretamente las coloco sobre la gravosa carga de los demás! Clarence, a quien en verdad arrojé a las sombras, es llorado por mí ante estos infelices crédulos de Stanley, Hastings y Buckingham, y les digo que es la reina y sus allegados quienes excitan al rey contra el duque, mi hermano. ¡Y al punto lo creen! ¡Y, sin más, me incitan a vengarme de Rivers, de Vaughan y de Grey! Pero suspiro entonces, y citándoles un texto de la Escritura, les digo que Dios nos manda devolver bien por mal. Y así, cubro las desnudeces de mi villanía con algunos trozos viejos cogidos de los libros sagrados, y les parezco un santo, mientras represento el papel del demonio.” (Acto 1, esc. III).  

Enrique VI, antes de ser asesinado por Gloucester en una de las últimas escenas de la tercera parte de Enrique VI, lo desenmascara: “Decir buen Gloucester o buen diablo sería la misma cosa”. 

Los “crédulos” que refiere Ricardo hacen bien en cuidarse: Hastings, muy “inocentemente” lo hace (“mi situación es mejor que nunca”, le dice a alguien), y con posterioridad, al contradecir a Ricardo respecto a un asunto relativamente menor (la fijación del día de la coronación del Príncipe de Gales) será acusado de proteger a la viuda del rey cuando ésta lo “habría embrujado”, y como consecuencia de ello habría causado la tullidez de su brazo. La escena es terriblemente violenta y la sentencia de Ricardo incuestionada: ¡cortadle la cabeza! Y los demás miembros del consejo presentes se ven obligados a secundar la resolución. Ni juicio ni defensa que valga, que, por cierto, tenían siglos de vigencia. Lo único que cuenta en esos momentos, al ver sus planes obstaculizados, es la palabra del tirano. Si bien, poco después, frente a las autoridades civiles y algunos otros, Gloucester intenta subsanarse para justificar el asesinato: “¡Cómo! ¿Pensáis que somos turcos o infieles, o que, atropellando las formas legales, hubiéramos ordenado sin consideración alguna la muerte de este miserable, si el peligro extremo con que amenazaba Hastings la paz de Inglaterra y la seguridad de nuestras personas no nos hubieran forzado a esta ejecución?”. (Más adelante aparecerá un escribano con el “acta de acusación de Hastings” que, él sabe, sólo es legal en apariencia. Él mismo dice al final de su breve intervención: “¿Quién será tan estúpido que no vea este palpable artificio? Pero ¿quién es bastante osado para decir que lo ve?”). ¿Y qué haríamos cada uno de nosotros, espectadores? 

Aunque no todos le creen al déspota como él mismo supone: hay quienes se dan cuenta, si no de sus intenciones finales, sí de que sus métodos y modos no corresponden a esa apariencia de “santo”. En primer lugar, su madre: 

“¡Tu nacimiento ha sido para mí una carga abrumadora! ¡Irritable y colérica fue tu infancia; tus días escolares terribles, desesperados salvajes y furiosos! ¡Tu adolescencia temeraria, irrespetuosa y aventurera; tu edad madura orgullosa, sutil, falsa y sanguinaria; más dulce cuanto más dañina; ¡cariñosa cuando odiaba!”

Y después lo despide con una terrible condenación: que en la batalla que se avecina pese más su maldición que la armadura completa. También su cuñada, la reina Isabel, así como la anterior reina, Margarita de Anjou saben lo que se esconde detrás de la máscara del “pacificador”. Las mujeres saben, los hombres no.

La seducción

El “caso” más trágico y patético de quienes sí llegan a creerle es el de Ana Neville, hija del Conde de Warwick, poderoso señor que todos quieren a su lado (y con lo que “juega” de acuerdo con sus intereses a lo largo de la guerra entre lancasterianos y yorkistas porque los distintos reyes y facciones se lo pelean).

En una de las escenas memorables y difíciles de escribir (por su inherente incoherencia) y de actuar ⎯supongo⎯, Ricardo se da a la tarea de hacerse de una esposa que, eventualmente, lo acompañe en el trono. Está convencido de que lo conseguirá. Pone su mirada en esta Ana, hija del “hacedor de reyes” [kingmaker, lo llaman], Warwick, cuya palabra es casi lo único que se necesita para dar legitimidad a un ocupante del trono.

Ricardo irrumpe en la procesión del féretro de Enrique VI y establece un diálogo inconcebible con Ana, nuera del difunto y viuda del antiguo Príncipe de Gales, Eduardo. Ana sabe ⎯todos lo saben⎯ que Ricardo mató a Eduardo porque fue una escena pública en la que participaron los tres hermanos: cada uno de mayor a menor sucesivamente le clavó un puñal mientras lo sujetaban los soldados de York; y existe la sospecha generalizada ⎯para algunos es certeza⎯ de que también asesinó en la Torre a Enrique VI.

Ana se sorprende de que este “demonio”, “repugnante ministro del infierno” haya osado detener la “obra piadosa de caridad” que es llevar a enterrar a los muertos. Y la respuesta de Ricardo marca el tono: “Dulce santa, por caridad…”. Está decidido a representar al “santo” y soporta con “estoicismo” la retahíla de denuestos que se le ocurren a Ana. Ella no se arredra: la lista de injurias parece interminable: “vil”, “carnicero”, “inhumano” “contra Natura”, “criminal”, “villano, “bestia”, “monstruo infecto”. Si me extiendo es porque el giro, es decir, la peripecia propia de la pieza teatral es, por decir lo menos, inverosímil. Ricardo insiste en su estrategia: palabras amables y hasta amorosas que lo llevan al punto de aceptar todo aquello de lo que Ana lo acusa: asesino, sí, admite, pero con sus bemoles: primero, respecto al asesinato de su esposo y luego respecto al de su suegro. En el primer caso, aduciendo que no fue él sino su hermano quien lo mató; y que, si él también clavó el puñal, fue en respuesta a la provocación del mismo Eduardo (que lo había llamado “mis-shapen Dick”, algo así como “Quique el deforme” y se encontraba enfurecido cuando le tocó clavarle el puñal) y de Margarita D’Anjou, que lo había acusado, con “palabras calumniadoras”, respecto a los crímenes de los propios hermanos. En el caso de Enrique, reconoce que sí lo hizo, pero sólo para poder enviar al cielo a ese hombre que ella considera “gentil, dulce y virtuoso”. La frase de Gloucester no tiene desperdicio: “¡El elegido para el Rey del cielo, que lo conserve!”. Y, ante la respuesta de Ana de que él no había nacido sino para el infierno, Ricardo responde que hay otro lugar para él. Y Ana, quizá menos colérica, se atreve a preguntar cuál sería ese lugar, y él, tranquilamente, responde: “tu lecho”. En la segunda movida, avanza hacia su objetivo, como si fuera a tomar una plaza. La acometida continúa: para él, dice, es tan censurable el causante de esas muertes como el ejecutor. Y acepta haber sido el ejecutor, pero: ¡el causante de los crímenes de los que Ana lo acusa y que le conciernen a ella es nada menos que, Ana Neville, hija del Conde de Warwick! Y antes de que el estupor se desvanezca, Ricardo explica: fue “Vuestra belleza que me incitó en el sueño a emprender la destrucción del género humano con tal de poder vivir una hora en vuestro seno encantador”. La incrédula respuesta de ella es una nueva sarta de insultos: “sapo”, “hipócrita”. Lo único que ella desea es vengar la muerte de sus amados. Ricardo insiste y arguye que, si él nunca ha llorado, a pesar de todas las humillaciones que ha recibido, ahora puede hacerlo al contemplar esa belleza. Y a la primera y mínima señal de que Ana empieza a ceder, él se reafirma aún más. Ana se/le pregunta: “¡Quién conociera tu corazón!”. Y la respuesta de él da un giro al tono: “En mi lengua está representado!”. Y ofrece la prueba más extrema. Pone su espada en manos de Ana y la insta a que lo mate, al tiempo que le dice: “¡Yo he matado al rey Enrique!... ¡Pero fue tu belleza la que me impulsó!”. Ana se rehúsa a convertirse en él, en asesina y entonces él le pide que le ordene matarse (lo que ya había hecho), y con una astucia digna de mejores causas, Ricardo la presiona a que se lo pida de nuevo, pero ya no como una petición producto de su cólera, sino que lo haga en la serenidad, y la estratagema funciona: ella tampoco puede pedirle eso. 

El tono de Ana, entonces, cambia definitivamente. Si lo deja vivir y no venga a sus muertos habrá ganado algo y perdido otra cosa: habrá ganado que ella no se mida en los mismos términos que él, pero perderá la vida. Más adelante Ricardo le pregunta: “Pero ¿puedo vivir en la esperanza?”. Y la respuesta no deja dudas de que Ana se ha movido subjetivamente de lugar: “Los humanos viven de esperanza”. Y es claro que ella se está refiriendo a ella misma: necesita volver a tener un atisbo de esperanza en los hombres.

El espectador no puede más que sentir temor y piedad. Temor ante Ricardo y su manipulación y crueldad; piedad ante Ana por su fragilidad e inocencia. Esta escena deja ver a un Shakespeare freudiano, pesimista y descorazonado, incluso extenuado. La escena terminará con otro soliloquio brutal que sirve, entre otras cosas, para reafirmar el sentimiento de temor y terror ante Ricardo:

“¿Se ha hecho nunca de este modo el amor a una mujer? ¿Se ha ganado nunca de este modo el amor a una mujer? ¡Lo obtendré, pero no he de guardarla por mucho tiempo! ¡Cómo! ¡Yo, que he matado a su esposo y a su padre, luego cogerla en momento del odio más implacable de su corazón, con maldiciones en su boca, lágrimas en sus ojos y en presencia del objeto sangriento de su venganza, teniendo a Dios y a su conciencia y a ese ataúd contra mí! Y todavía consiente ella en fijar en mí sus ojos […] ¿En mí, cojo y tan deforme? ¡Mi ducado contra el céntimo de un mendigo a que hasta ahora me he equivocado al juzgar a mi persona! ¡Por mi vida que, aunque yo no he podido lograrlo, ella me encuentra maravillosamente hermoso! […] ¡Puesto que he entrado en suerte conmigo mismo, mantengámosla con algún pequeño gasto. Pero primeramente acompañemos al camarada a su tumba y después vayamos a llorarle ante mi amor.” (Acto 1, esc. II).

Eventualmente, Ana se desposará con Ricardo; en efecto, por poco tiempo. Ricardo se deshará de ella mediante el método conocido. La mandará matar. Poco antes de este suceso, en un encuentro con la reina Isabel y con su ahora suegra, la duquesa de York, Ana tiene un momento de reconocimiento, de iluminación respecto a la pregunta que flota en el ambiente: ¿qué movió a Ana a escuchar el canto de las sirenas en el discurso de Ricardo? Ella se responde:

“¡Oh! Cuando, como digo, fijé la mirada en Ricardo, este fue mi juramento. “¡Maldito seas ⎯exclamé⎯ por haberme condenado tan joven a una vieja viudez! ¡Y que, cuando te cases, el dolor se asiente en tu lecho; y que tu mujer, si hay alguna tan loca, sea más miserable por tu vida que tú me has hecho desgraciada por la muerte de mi querido esposo!”. ¡Ved!... Antes que pudiera repetir esta maldición, en tan corto espacio de tiempo, mi corazón de mujer se dejaba cautivar estúpidamente por sus melifluas palabras y había hecho de mí el objeto de mi propia maldición […].” (Acto 4, esc. 1).

“Si hay alguna tan loca”, dice. Y, en efecto, la hubo. Ana se dejó seducir con “melifluas palabras” que le hablaban de su belleza irresistible por causa de esta locura, una locura sustentada en imaginarse que su belleza podría redimir a este pérfido y taimado hombre, pero, finalmente, “amante”. Seguramente, con ella a su lado Ricardo se transformaría. Sabemos muy poco de Ana (incluso como personaje) para pretender dar cuenta de su motivación, pero lo que Shakespeare nos presenta de ella en tres escenas: la seducción, la admisión de su propia locura al haberse dejado seducir y su desenlace cuando la llevan a su muerte, permiten afirmar que su “cordura” no pudo resistir el embate del elogio a su belleza. “Oírse” amada de tal manera por alguien podrá ser una idea muy loca, pero no por eso carente de un poder inmenso para conmoverla y moverla. Ella se movió y esa fue su perdición. Sólo por un momento ella fue esa loca que creyó en dos cosas: en el amor y la lealtad de Ricardo y en su propia capacidad para transformarlo. El resultado resultó catastrófico: su propia desolación y su muerte. 

Un apotegma de Lacan no solamente parece pertinente y aclaratorio, sino que da en el centro de lo que esta escena nos muestra: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no lo quiere”.

La “elección”         

Ricardo desplegó sus artes para que tres “infelices crédulos” vieran en él un santo y no un demonio. Pero Buckingham no le cree porque, o sabe algo de la intención de Ricardo, o lo sospecha. Y él, Buckingham, puede sacar provecho. ¿De qué otra manera se explica que se convierta en su principal cómplice material? Quizá Buckingham lo sobrepujó con astucia en el juego de los simulacros y sólo es más hábil representando al más fiel seguidor, al lacayo por excelencia…, quizá trae su propia agenda. Y el crédulo mayor resultó Ricardo. Porque, justo después de que Ricardo se ha apoderado de sus pequeños sobrinos, a quienes ha enviado con engaños a la Torre, Buckingham se pone solícitamente a su servicio. Se ofrece a hacerle segunda en sus maquinaciones. Por lo pronto, se encarga de deshacerse de los tíos de los niños, Rivers y Grey, con los mismos métodos de su nuevo patrón. Desde luego que Buckingham, como todo sometido, espera algo a cambio. Ricardo le promete el condado de Hereford y todos los bienes de su hermano Eduardo cuando él, Gloucester, “sea rey”. 

En ese momento, a Ricardo sólo le faltan dos cosas para acceder a lo único que le da sentido a su existencia: poder sobre el reino, el trono. Tiene que sacar de la escena a sus sobrinos, herederos sucesivos antes que él, y obtener de alguna parte, de nuevo bajo cualquier método, una legitimidad para que su asiento en el trono sea indiscutido e indisputado. Warwick murió ya en alguna de las batallas y cree que la única instancia que puede darle legitimidad –una instancia que desde el inicio de la Guerra de las Rosas estaba casi borrada de la vida política inglesa—son los ciudadanos, que Shakespeare llama “citizens”. Ya antes había tenido lugar una escena con varios de ellos donde se lamentaban de la muerte del rey. Algunos de ellos mostraban preocupación por el avenir y, otros, calma, puesto que estaba claro que el sucesor de Eduardo IV sería su hijo, Eduardo, Príncipe de Gales. “Hay en él esperanzas de gobierno”, dice uno, porque “en su minoría un Consejo, bajo su nombre […] hará que entonces y siempre se nos gobierne bien”. Otro de los ciudadanos recuerda que lo mismo había pasado cuando Enrique VI, aún niño, fue ascendido al poder luego de la muerte prematura de Enrique V: “entonces este país podía vanagloriarse de poseer un buen Consejo político, entonces tenía el rey virtuosos tíos”. Y ahora Eduardo también tiene tíos, por línea paterna y materna, aunque están en disputa (Lancaster y York, aún) lo que hace exclamar a otro ciudadano: “Si en vez de gobernar fueran gobernados, este enfermo país podría tener remedio como antes” (Acto 2, esc. III). Esa era una preocupación de Shakespeare por la gobernanza, pero tenía que mostrar lo que sucede cuando alguien se empecina en la acumulación de poder absoluto.

Ricardo y compinches empezarán por la obtención de esta legitimidad; lo de los sobrinos es un poco más arduo y tendrán que lidiar con ello posteriormente. Junto con Buckingham y troupe, montarán un gran espectáculo, sobre todo por su grandilocuencia de virtud: una puesta en escena fantástica que requerirá del trabajo actoral de varios: Ricardo, Buckingham y otros lacayos ⎯entre ellos algunos religiosos, por cierto⎯ en sus más finos papeles. Tiempo atrás, Ricardo le había preguntado a Buckingham si podía actuar: “¿Puedes temblar y cambiar de color, matar el aliento en medio de una palabra, seguir y detenerte como si estuvieses poseído de delirio y loco de terror (distraught and mad with terror)?”. Todo eso y más se requerirá para poder obtener de los ciudadanos lo que quiere. Respuesta de Buckingham: 

“Puedo imitar al más perfecto trágico, hablar, mirar detrás de mí, espiar por todas partes, estremecerme al ruido de una paja, como presa de hondo recelo. Tengo a mi disposición miradas espectrales, sonrisas forzadas, y ambas siempre dispuestas, cada una en su empleo, para dar a mis estratagemas la apariencia conveniente.” (Acto 2, esc. V).

Ricardo había encargado a Buckingham que sondeara la opinión de los ciudadanos respecto a la posibilidad de que él ascendiera al trono en lugar del joven rey Eduardo aún no coronado; al mismo tiempo habría que esparcir entre aquellos la calumnia de que los hijos del extinto Eduardo IV eran en realidad bastardos. La respuesta de Buckingham es tajante: “¡[…] están mudos, no dicen una palabra!”. Y eso que él habló de todos los defectos y faltas del difunto rey, haciendo hincapié en la ausencia de virtud de Eduardo. La lista de agravios es interminable: un matrimonio inválido, otro por poder, en Francia, la “insaciable avidez de sus deseos, y sus violencias con las mujeres de la City; su tiranía con cualquier bagatela, su propia bastardía, como nacido mientras vuestro padre estaba en Francia, y su escaso parecido con el duque”. Todos estos “defectos” son necesarios porque habrán de confrontarse con la figura virtuosa de Gloucester. Pero, aun así, los ciudadanos quedaron “como estatuas”. Es entonces que, a instancias del propio Buckingham, producen su espectáculo. Ricardo ordena que vayan por el Corregidor, regidores y ciudadanos, y los lleven al castillo de Haynard, donde él se encuentra. La estrategia de Buckingham es presentar a Ricardo bajo otro aspecto (en comparación con Eduardo): deberá Ricardo aparecer frente a los ciudadanos con un libro sagrado en las manos y flanqueado por dos “eclesiásticos”. Ricardo se negará, en principio; posteriormente cederá ante las demandas proferidas por boca de Buckingham. Resumiendo: se le demandará que se haga cargo del reino. Y él se negará porque está dedicado de tiempo completo a la oración, a la meditación, a la lectura de los libros sagrados y a vivir en reclusión monástica. Entre ambos representarán un estira y afloja: Buckingham pidiendo que acepte la “carga” y el sacrificio y Ricardo negándose. Buckingham y ciudadanos se retiran, regresan, vuelven a amenazar con retirarse, etcétera, y Ricardo recluyéndose, saliendo, volviendo a recluirse. El punto, en todo caso, era poder mantener la demanda del lado de los ciudadanos (debidamente guiados). Así, hasta que, “casualmente” Ricardo empieza a contemplar una idea muy “cristiana”: sacrificarse en lo personal por el bien de todos. Ir en contra de su deseo de reclusión, oración y contemplación divina y entregar esa vida por el bien del país. “Para hacernos dichosos”, remata Buckingham. Y, en voz del Corregidor, la petición sube en intensidad hasta que, liderados por un esbirro, los ciudadanos vuelven a abandonar el patio, sólo para regresar después de que Gloucester le dice a otro esbirro, “¿Queréis precipitarme a una vida de cuidados? Llamadlos de nuevo, yo no soy de piedra, sino penetrable a vuestras amables súplicas, aunque sea contra mi conciencia y mi alma”. 

Shakespeare tiene buen cuidado en dejar la última demanda en labios de Gloucester, que, en el fondo, es donde siempre estuvo. El discurso, cuando todos vuelven es, una vez más, exculpatorio, ahora por anticipado:

“Primo Buckingham y vosotros, hombres respetables y prudentes, puesto que deseáis cargar sobre mis hombros el peso de la grandeza, quiera o no, debo con paciencia soportar la carga. Pero si la negra calumnia o el reproche de rostro repugnante son un día la secuela de vuestra imposición, la violencia que me hacéis me salvaría de todas las censuras y manchas de ignominia que podrían resultar, pues Dios lo sabe, y en parte vos lo habéis visto, cuán lejos estoy de desear esto.” (Acto 3, esc. VII).  

¿Cómo no van los ciudadanos a preferir a este dechado de virtud y abnegación que a la inseguridad que produce un niño, regido por un consejo dividido por miembros que son archienemigos? Quizá por primera vez, al menos en el teatro, somos testigos de una escena perfectamente puesta en la que la propaganda política, la mercadotecnia adulterante de la figura del poderoso de la época, se despliega con total nitidez y cinismo. Había que “vender” muy bien al candidato, y nada mejor que apelar a su virtud, honestidad, y, sobre todo, abnegación. “Lo haré por ustedes”, termina diciendo. El único objeto que pretendía era obtener una legitimidad que resultará espuria en el fondo, toda vez que la sombra de la duda de su legitimidad seguirá acechando a Ricardo, incluso en sus sueños, por más que Buckingham, al final de la tramposa congregación de voluntades “ciudadanas”, haya exclamado sin ningún recato: “¡Viva el rey Ricardo, digno soberano de Inglaterra!” y que haya obtenido como respuesta no un ¡Viva! del ciudadano sino un ¡Amén! del creyente

Pero Eduardo aún vive

Aún le falta a Gloucester resolver el primer obstáculo: el Príncipe de Gales aún vive (y también su hermano menor, que le sigue en la línea) porque, para que los ciudadanos puedan reconocerlo como Ricardo III, todavía tienen que desconocer al legítimo heredero, y esa mera situación, sin “poder” alguno, sigue acechando a Ricardo, por lo que el único camino que le queda por contemplar es la desaparición física de sus sobrinos.

Acude de nuevo a Buckingham (“¡Mi otro yo, consistorio de mis consejos, mi oráculo, mi profecía!”). En otro diálogo memorable, Ricardo cuestiona si su estatuto de rey será cuestión de un sólo día o tendrá vigencia perenne. Que “dure para siempre”, responde Buckingham, lo que no deja de ser una esperanza y, por lo tanto, él mismo confirma que el título de rey está condicionado. “¡Vaya! Buckingham, digo que quisiera ser rey”. La respuesta “obvia” es que ya lo es, pero Gloucester replica descorazonadamente: “¡Bah! ¿Soy yo rey? Sea, pero Eduardo vive”. Y su conclusión es una vez más aterradora: “¡Oh amarga consecuencia de que Eduardo viva todavía!... […] ¿Debo ser más explícito? Deseo la muerte de los bastardos […] ¿Qué dices ahora? Habla pronto; sé breve” (Acto 4, esc. I).

Hasta Buckingham tiene límites. No responde de inmediato y pide tiempo para pensarlo. En ese momento, Ricardo sabe que la duda ya dice algo de su esbirro. Esa duda va a paralizar a Buckingham, y en ese momento Ricardo se dirige a Catesby, otro cómplice más sumiso aún, para ordenarle que encuentre a alguien dispuesto, por “un oro corruptor”, a lanzarse en una misión de muerte. Catesby accede y Ricardo empieza a disponer las cosas para llevar a cabo su deseo. Es claro que Buckingham ha dejado de existir para Ricardo, pero no es fácil renunciar a la recompensa, así que, desdeñando el peligro inherente, el propagandista corrupto regresa para cobrar la recompensa prometida, el condado y los bienes del rey Eduardo. Algo habrá de sospechar, sin embargo, al escuchar la respuesta del soberano: “No estoy en vena [de dispensar]”.

Los chicos son asesinados en la Torre por aquel que respondía más efectivamente al “oro corruptor”. Buckingham se retira. 

Comienzan a oírse tambores de guerra. Nos enteramos de que el Conde de Richmond, Enrique Tudor se dispone a invadir Inglaterra con una fuerza armada para deponer a Ricardo. Las noticias empiezan a alarmarlo: a Richmond se le han unido fuerzas estacionadas en Inglaterra como las del obispo Ely y, pronto, las del propio Buckingham y otros más. Ricardo aún cuenta con las fuerzas numerosas de Lord Stanley, 7,000 hombres. 

Antes de aprestarse a enfrentar la amenaza, Ricardo intenta desesperadamente, una vez más, obtener una “última legitimidad” y, aunque la lograra, siempre habrá otra que estará fuera de su alcance. En otras palabras, no habrá legitimidad que baste porque la ilegitimidad de Ricardo es interna: sucede en el ámbito de su conciencia.

Ha mandado disponer de Ana con su método habitual: primero esparció el rumor de que estaba muy enferma, después “apresuró” la enfermedad y terminó ordenando matarla. Ahora “necesita” otra reina que lo acompañe, y quién mejor que la hija de Eduardo e Isabel, la muy joven princesa Isabel, su sobrina en primer grado. Para lograrlo mantiene, ya rumbo al campo de batalla, un extenso diálogo, sesgado a modo de que, otra vez, su solo discurso valga para obtener lo que quiere. Pero Isabel ⎯con quien debe “negociar”⎯ no es creyente de las bondades del corazón o de las intenciones de Ricardo. Sabe que su hija terminará en un cadalso o apuñalada o desaparecida. El argumento de arrepentimiento casi parece convincente: “Escuchad: lo hecho no puede repararse. El hombre comete algunas veces, sin reflexionar, acciones de las que más tarde tiene que arrepentirse. Si he arrebatado el reino a vuestros hijos quiero, en reparación, entregarlo a vuestra hija”. Si el argumento de la irresistible belleza funcionó en Ana, el del arrepentimiento y la reparación no funciona del todo con Isabel. El esfuerzo por parte de Ricardo es mucho mayor, la escena es mucho más larga que las de los otros diálogos en los que Ricardo tiene que convencer a alguien de algo, generalmente de la bondad o de la justicia de sus intenciones. Las objeciones de Isabel son también más sostenidas: no hay en esta ocasión punto débil en Isabel ⎯como lo fue la belleza en Ana⎯ del que Ricardo pueda valerse para lograr sus propósitos. Isabel puede sostenerse hasta el final, aun cuando Ricardo cree haberla convencido: “¡Frágil mujer al fin, sin seso, imbécil y pronta a perdonar!”.

Ahora el crédulo es él, porque nos enteraremos en el discurso de victoria de Richmond, que las facciones se han terminado, que Lancaster y York quedarán unidos en una estirpe gracias a la unión de los legítimos de cada casa: él, por parte de Lancaster, y la pequeña Isabel, la princesa que Ricardo pretendió haber ganado, por parte de los York. Resultó, pues, que la reina Isabel, la esposa de su hermano, no era ni frágil ni sin seso ni imbécil ni perdonadora. 

El sueño

Las cosas se precipitan en el último acto. Buckingham ha sido el artífice del llamado a Richmond para que incursione en Inglaterra con objeto de deponer a Ricardo. Éste entonces se moviliza. Tiene una garantía: Lord Stanley y su ejército de 7,000 efectivos. Pero, como es habitual en el tirano, duda de su lealtad y para asegurarse de ella toma como rehén a Jorge Stanley, su hijo. 

En la víspera de la gran batalla final, la de Bosworth, Ricardo está encolerizado: azota a un mensajero que le ha traído noticias de los levantamientos en su contra, en Devonshire, en Kent. La única buena noticia es que Buckingham y sus huestes fueron sorprendidos por una tormenta que trajo grandes inundaciones, desbandaron al contingente e hicieron que el otrora poderoso duque errara por los campos. Ricardo ofrece una recompensa por el traidor que, eventualmente, es capturado. Buckingham pide hablar con Ricardo, pero no recibe respuesta. Sabe que va camino al tajo; también sabe que su final no es gratuito. En un último momento de sinceridad exclama: “¡El crimen es castigado por el crimen, y la infamia, juzgada por la infamia!”.

Shakespeare acude entonces a un recurso dramático, pero absolutamente humano, para confrontar a Ricardo. Después de algunos parlamentos en los que el propio Ricardo prepara estrategia y tácticas a seguir durante la batalla que se avecina, y ya estando solo en su tienda, tiene un sueño. En él, y de manera sucesiva, aparecen los espectros de todos y cada uno de los que ha matado o mandado matar, sin dejar fuera uno solo. Así aparecen en el escenario el Príncipe Eduardo, el hijo del rey Enrique VI, de su hermano Clarence, de Rivers, Gray y Vaughn, parientes de la reina Isabel y de los príncipes, de Hastings, de los mismos príncipes de la Torre, de la reina Ana y de Buckingham. En el sueño, cada uno de ellos se dirige, primero a Richmond, al que dan ánimos para el combate que viene; luego, a Ricardo, pidiéndole en esencia que, al día siguiente, cuando se encuentre en el fragor de la batalla, pasen dos cosas: que se desespere y que piense en cada uno de ellos. El verso, a diferencia de la versión de Astrana Marín, ha sido armoniosamente traducido por Javier Marías: “Mañana en la batalla piensa en mí” [Tomorrow in the battle think in me].

Harold Bloom apunta que “el sueño más vigoroso de toda la obra” shakesperiana es el que relata Clarence en Ricardo III, poco antes de morir; en él, Clarence le habla al carcelero, el elegido para escucharlo, y reconoce su culpabilidad al menos en un hecho (por el que es mayormente conocido): sus perjurios; Clarence cambió de bando varias veces y ese hecho lo persiguió, de acuerdo con Shakespeare, hasta el día de su muerte.

A diferencia de este sueño, que se limita al relato, sin ninguna reflexión ulterior, el de Ricardo es presentado en escena. Nos interesa más porque es el propio soñante quien intenta descifrarlo. 

De hecho, la primera reacción de Ricardo, que está inmerso en la escena, es pedir otro caballo y ordenar que le venden las heridas. La solicitud del caballo es una prefiguración del momento en que ya en la batalla, al ser desmontado gritará desesperadamente “¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”. Después de eso se da cuenta de que las vívidas “apariciones” lo llevaron, al menos, a preguntarse, a intentar descifrar algo de sí mismo. Es el único momento en que asoma la duda, que asoma su naturaleza humana: ya no es “demonio” ni “santo”, sino un hombre temeroso que puede cuestionarse a sí mismo no sobre su naturaleza física, sino sobre su naturaleza moral. Más adelante le dice a uno de sus comandantes que ha tenido un sueño horrible y que teme que las tropas pudieran desertarlo, a pesar de que el sueño apunta sólo a su propia subjetividad. El sueño le ha provocado más temor que diez mil soldados armados. Mejor enfrentar a los diez mil que a estos 11 espectros. Debido a su importancia y complejidad, reproduzco el análisis que de su sueño hace Ricardo: 

“¡Calla! no era más que un sueño. ¡Oh, cobarde conciencia, cómo me afliges!… ¡La luz despide resplandores azulencos!… ¡Es la hora de la medianoche mortal! ¡Un sudor frío empapa mis temblorosas carnes! ¡Cómo! ¿Tengo miedo de mí mismo?… Aquí no hay nadie… Ricardo ama a Ricardo… Eso es, yo soy yo… ¿Hay aquí algún asesino? No… Sí… ¡Yo! ¡Huyamos, pues!… ¡Cómo! ¿De mí mismo? ¡Valiente razón! ¿Por qué? ¡De miedo a la venganza! ¡Cómo! ¿De mí mismo sobre mí mismo? ¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí mismo? ¡Oh, no! ¡Ay de mí!… Más bien debía odiarme por las infames acciones que he cometido ¡Soy un miserable! Pero miento; eso no es verdad… ¡Loco, habla bien de ti! ¡Loco, no te adules! ¡Mi conciencia tiene millares de lenguas, y cada lengua repite su historia particular, y cada historia me condena como un miserable! ¡El perjurio, el perjurio en más alto grado! ¡El asesinato, el horrendo asesinato hasta el más feroz extremo! Todos los crímenes diversos, todos cometidos bajo todas las formas acuden a acusarme, gritando todos: ¡Culpable! ¡Culpable!… Me desesperaré ¡No hay criatura humana que me ame! ¡Y si muero, ninguna alma tendrá piedad de mí! … ¿Y por qué habría de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mi! […].” (Acto 5, esc. III).

Si en sus anteriores soliloquios no se cuestionaba absolutamente nada ni ponía en duda sus intenciones ni el sentido de sus actos, después del sueño, que le muestra la verdad, Ricardo intercala un diálogo consigo mismo. Es la primera vez que aparece un atisbo de conciencia, que cuestiona mínimamente sus acciones. El diálogo se convierte en careo: un Ricardo fiscal acusa, otro se defiende, y un tercero vislumbra que su locura es precisamente cuestionarse porque es loco cuando es verdugo y loco cuando es víctima; no hay nada que cuestionar, pues. Él es responsable (es decir, capaz de responder) de todo aquello de lo que cada uno de los espectros lo ha acusado, y si bien puede contarse historias de justificación ⎯miles, dice⎯, no parece inocente; el veredicto es que él, él mismo, ha actuado de acuerdo con lo que se propuso ser: un villano. Hay un asesino presente, le dice su sueño, y él aún se pregunta quién puede ser. ¿Habrá alguien más en el lugar? No, sólo está él. No tiene caso que lo niegue, pero tampoco tiene caso arrepentirse porque nadie, es una de sus conclusiones, lo perdonará.

Puede cobrar venganza contra sí mismo, lo que no significa que se arrepienta. Le sucede lo mismo que a Buckingham: sabe lo que hizo y sabe que no tiene remedio. Sólo que Ricardo no logra siquiera enfrentar más o menos dignamente las consecuencias. Una vez más se lamenta: es una víctima que hizo lo que hizo porque no fue amado. En esencia, y como desde el principio, lo que ha movido a Ricardo en todas sus acciones, incluso en la búsqueda frenética del poder absoluto, no es más que una carencia básica y fundamental, que incluso podría plantearse como un derecho: no haber sido amado. Pero eso no alcanza para salir justificado.

Lo que sigue es la batalla final donde, en efecto, el peso de los espectros juega su papel: su famosa frase cuando es desmontado adquiere otro sentido a la luz del sueño, es el signo de su desesperación y de que los “aparecidos” están presentes en la batalla de Bosworth, al lado de Richmond.  

Este Ricardo de Shakespeare se convertirá con el tiempo en el canalla proverbial, y, sin embargo, el poeta no nos deja escapar. A fin de cuentas somos cómplices del monstruo. La galería de personajes que, aun antagonizando con él, juega un papel en su ascenso nos representa: no somos libres ni carecemos de responsabilidad cuando permitimos que un tirano ocupe el poder.  

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