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Indicios del mal
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La inhumanidad del mal en un mundo de máquinas

María Carolina Maomed Parraguez
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En su célebre obra, Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt mostró que, bajo estructuras burocráticas y cadenas de mando, el “mal radical” de Kant —la tendencia del hombre a hacerlo—, se vuelve banal, es decir, amputa al ser humano de su responsabilidad ética. Su primer marido, Günther Anders —a quien Conspiratio dedicó su número 13: “El anuncio de la catástrofe: reflexiones desde Günther Anders”— llevó más lejos su tesis al mostrar que esa banalidad no sólo es posible en una sociedad altamente tecnificada, sino que su desarrollo nos llevará, como ya es posible verlo, a la total deshumanización de la especie. En el presente texto —una adaptación para Conspiratio del prólogo a La obsolescencia del odio (Pre-Textos, 2019) — María Carolina Maomed nos acerca a esa forma del mal en las guerras de la actualidad.

El ensayo La obsolescencia del odio (Die Antiquiertheit des Hassens) del escritor, poeta y filósofo alemán Günther Anders (Günther Stern, 1902-1992), se publicó por primera vez en 1985 en dos ocasiones: 1) en el volumen colectivo titulado Haß. Die Macht eines unerwünschten Gefühls1; y en 2) Die Antiquiertheit des Hassens. Wie ein Gefühl überflüssig gemacht wurde2. Su intención era incluirlo como parte del tercer volumen de La obsolescencia del hombre (Die Antiquiertheit des Menschen)3, obra que nunca llegó a publicar porque desgraciadamente lo sorprendió la muerte en Viena el 17 de diciembre de 1992.

El asunto de los sentimientos ocupa un lugar importante en las reflexiones de Anders. En el volumen I de su obra capital La obsolescencia del hombre (1956), Anders presenta la tesis de la “brecha prometeica” (prometheische Gefälle): la distancia que existe entre las facultades humanas y la civilización técnica que él mismo ha construido. Esta “brecha prometeica”,4 que se define con exactitud como la “a-sincronía del hombre con su mundo de productos [que] crece día a día”,5 se da, según él, en las más diversas formas. Por ejemplo, entre hacer (Machen) y representar (Vorstellen) creamos “la bomba de hidrógeno, pero no alcanzamos a imaginar sus consecuencias” y entre actuar (Tun) y sentir (Fühlen): “podemos matar bombardeando a cientos de miles, pero no llorarlos o sentir pesar por ellos”.6

Según Anders, la sensibilidad humana no está sincronizada con las catástrofes que provoca; el ser humano, escribe en uno de sus últimos trabajos, es incapaz de “reaccionar de manera ‘emocionalmente adecuada’”.7 Su estructura humana no está a la altura de sus creaciones técnicas y de las consecuencias que ellas generan. Camina siempre rezagado. Toda la obra de Günther Anders es así un hábil intento por tratar de describir las consecuencias catastróficas de esa brecha, cuyo proceso se aproxima a una hendidura universal,8 que crece conforme el ser humano va perdiendo el control sobre lo que hace, produce, siente o piensa. Podemos representarlo con la imagen del hámster que corre en una rueda: cuanto más lo hace, mayor es la aceleración del dispositivo y mayor su imposibilidad para alcanzarlo y detenerlo. 

La analogía, a la vez que ilustra la estructura de base de la “brecha prometeica”, señala la imposibilidad de cerrarla: es un proceso que, como la rueda y el hámster, se realimenta permanentemente, de manera que el intento de cerrarla o controlarla, la abre y la acelera más constriñendo al ser humano a correr extenuado, sin propósito ni finalidad alguna. Preso de un mecanismo que lo desborda y del que apenas se da cuenta, el ser humano está alienado tanto de su existencia en el tiempo como de su finalidad en él; una mezcla de poder e impotencia, cuyo desarrollo reproduce su propia dinámica destructiva. Algo que en cierto modo Friedrich Schiller ya había anunciado cuando escribió: “Ligado eternamente a un único y minúsculo fragmento del todo, el hombre […] evoluciona sólo como fragmento; no oyendo más que el sonido monótono de la rueda que hace funcionar, nunca desarrolla la armonía que lleva dentro de sí, y en lugar de imprimir a su naturaleza el carácter propio de la humanidad, el hombre se convierte en un reflejo de su oficio, de su ciencia”.9

La obsolescencia del odio enfoca el problema de la “brecha prometeica” desde otro ángulo. No sólo revela que la lógica de la guerra ha quedado sobrepasada por el progreso técnico, sino que quienes la producen, conducen o están al frente de ella carecen de la capacidad para comprenderla. 

El ensayo, dividido en cuatro partes y escrito mayormente en forma de diálogo, tiene como protagonistas a dos personajes: Traufe y Pirrón. Conforme el diálogo se desarrolla nos enteramos de que Traufe no es cualquier persona. Es, por el contrario, un presidente, un hombre de poder, a ratos sombrío y melancólico, cuyas justificaciones, cínicas y autocomplacientes, le impiden mirar cara a cara la verdad; un ser que, obsesionado con la banalidad de su relato, se deleita con las apariencias de las cosas. En síntesis, un hombre atrapado en una obsolescencia de la que él mismo no es consciente. 

Para él, el odio10 no puede existir sin objeto. Sin embargo, aclara, esa relación no se da de manera inmediata. Hay que construirla. Requiere de alguien que se valga del sentimiento natural del odio y lo dirija hacia un objetivo.11 Así, la primera tarea de un Führer o de un manipulador del odio, es dirigir la capacidad de odiar de los demás hacia un grupo que encarne el mal. Las razones pueden ser incluso irrelevantes. Refiriéndose a sus soldados, Traufe dice a Pirrón que ellos aman de tal manera odiar que cualquier enemigo “les viene bien”. “No necesitan en absoluto auténticos judíos. […] Nunca tuve dificultad en alimentarlos de odio [Eso] funciona mucho mejor ya que ellos aman más el odio como tal de lo que odian a la persona odiada”. “Una vez que les inoculo el odio —continúa— ellos efectivamente creen conocer también a los que odian. Ellos no odian a personas o a grupos por conocer sus rasgos odiables. Al contrario, creen que cuando odian a alguien también llegan a conocerlo por medio de su odio. Y este supuesto conocimiento los lleva a odiarlo aún más. Qué ley tan agradable: El presunto odio y el presunto conocimiento se potencian mutuamente” (p. 48).

Expliquemos esta “ley tan agradable” expresándola dialécticamente. Primero se identifica a un enemigo con determinados rasgos negativos, por ejemplo, el “inmigrante”; luego se aportan razones: es el responsable de la inseguridad y la pobreza del país porque viene a usurpar el trabajo de los ciudadanos y representa un gasto adicional para el Estado, etcétera. Lo que sigue de manera natural es el odio. El “inmigrante” se convierte en el presunto enemigo, en un “objeto” estilizado del odio. De ese modo, se odia al inmigrante creyendo que se le conoce (no hay odio sin conocimiento). El inmigrante deja así de percibirse como persona para convertirse en parte de un colectivo ficcional, completamente abstracto.

En esta dialéctica, cuya base es un presunto conocimiento, cada característica de esa cadena de asociaciones, potencia el odio y viceversa, produciendo una creciente dinámica de inquina. Una vez que el proceso se echó a andar, el odio se expande solo, como el fuego que se enciende, se alimenta, y después consume todo por sí mismo.

Esta “ley”, continúa Traufe, no sólo concierne al presunto conocimiento, también al odio en cuanto presunto odio. El odio que sienten sus soldados no es genuino. Odian una imagen. Es un odio fantasmagórico, un presunto odio, no por eso menos eficaz. Pirrón —que es un filósofo escéptico— lo objeta, al demostrarle que esa dialéctica del odio funcionaba cuando había un enfrentamiento personal con el enemigo, algo que ya no existe. La tecnología, que hace que sus soldados ya no luchen cara a cara, volvió también obsoleto su odio fabricado. Sus soldados, le dice, están “tan distantes de sus así llamados enemigos” que, además de que sus armas ya “no apuntan realmente”, tampoco “perciben a sus víctimas”; ignoran cualquier cosa sobre ellas. “¿Cómo [podrían entonces] sentir odio hacia hombres con los que nunca se han encontrado y que jamás (considerando que serán aniquilados) han de encontrarse?” Para qué lo necesitarían, si ya no luchan cuerpo a cuerpo “ni comparten con sus enemigos un campo de batalla”; cuando, “en el mejor de los casos”, hacen la guerra con aparatos, desde lugares aislados que no permiten descubrir enemigo alguno. 

Desde el momento en que la guerra se volvió electrónica: (teledetección, misiles-crucero, municiones inteligentes, etc.) el odio ya no tiene cabida, se volvió superfluo, obsoleto. 

El progreso técnico de la guerra, que se realiza en la completa abstracción de apretar botones, ha despersonalizado hasta tal punto al ser humano que el residuo de personalismo que todavía conservaba el odio del guerrero se esfumó. La despersonalización que provoca es tan profunda que incluso borra los residuos de personalidad que el odio ficcional tenía. Su vileza ya no es la del matarife que descuartiza y de la que Traufe se enorgullece, sino una quirúrgica, carente de emociones y sentimientos, una vileza sin odio.

Bajo esta compleja industrialización del procedimiento bélico, en la que “luchar se reduce a trabajar”, el soldado se vuelve una especie de obrero de la guerra, no distinto al de cualquier otro dentro de una producción industrial. La única diferencia es que este no produce mermeladas, sino cadáveres. Ambos, sin embargo, realizan un trabajo que, por más bueno o espantoso que parezca, es, en su experiencia y como en toda cadena productiva, moralmente neutro. Entre el producto y su fabricación hay una hendidura de naturaleza técnica que, como lo dice en Nosotros los hijos de Eichmann, los separa: “los muertos” dejan así de ser víctimas para convertirse en “productos”.

Pirrón va todavía más lejos, diciéndole a Traufe que “[…] mientras los aparatos dirigidos por aparatos se apresuran a cumplir su deber de exterminar millones de vidas sin percatarse, la mayoría, incluido usted, no sabe (‘saber’ en el sentido de ‘imaginarse’) ni tiene la necesidad de saber lo que significa “la incineración radioactiva de millones de personas que [los aparatos] llevan a cabo en un continente desconocido para ellos, situado en las antípodas”. 

La obsolescencia del odio tiene así dos dimensiones. Por un lado, los aparatos, que son máquinas, no toman nota de lo que hacen. Por el otro, los seres humanos que están en la lejanía son incapaces de imaginar lo que provocan. Dos formas de la ignorancia: la estructural, que es propia del aparato, y la de la incapacidad del ser humano para colocarse en el lugar de los sucesos bélicos. Ambas, sin embargo, se caracterizan por un sistema de mediaciones que separan el efecto de la causa. De esa forma, lo monstruoso nunca es percibido ni sentido como tal; la disociación le confiere naturalidad a lo monstruoso, lo torna en apariencia natural.

Llegados allí, no sólo el odio, sino cualquier tipo de emoción se vuelve superfluo: se aniquila y se extermina sin sentimientos, en una especie de nihilismo pasivo que hace que todos estemos al mismo tiempo en la retaguardia y en el frente. La distinción ya no es geográfica, sino funcional y determinada por aparatos sofisticadamente técnicos.

Como en toda su obra, el acierto de Günther Anders en La obsolescencia del odio es mostrarnos que el mal en una sociedad cada vez más tecnologizada, no sólo se volvió banal, como lo mostró Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, sino indiferente ante lo humano. Los hechos monstruosos que se cometen en estos días en nombre de lo que sea y que se sirven de un sofisticado desarrollo técnico (la técnica atómica, por ejemplo) se realizan sin hombres y, en consecuencia, sin odio ni maldad. Son un mero proceso en una cadena operativa donde el hombre, hundido a la más pura enajenación, recibe, como un obrero altamente calificado, un salario por la producción de su exterminio.

1 Renate Kahle / Heiner Menzner / Gerhard Vinnai (eds.): Reinbek Rowohlt, Hamburgo, 1985, pp. 11-32.

2 Frankfurter Rundschau, Ostern, 1985. Ha sido traducido al italiano y al francés: L’odio è antiquato, edición de Sergio Fabian, Bollati Boringhieri, Turín, mayo de 2006; La Haine, traducido del alemán con prólogo de Philippe Ivernel, Payot & Rivages, París, 2009. La Haine à l’état d’antiquité, traducción de Ph. Ivernel, Payot & Rivages, París, 2007.

3 Günther Anders, La obsolescencia del hombre. Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial, vol. I, Pre-Textos, Valencia, 2011, trad. de Josep Monter Pérez; y La obsolescencia del hombre. Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial, vol. II, Pre-Textos, Valencia, 2011, trad. de Josep Monter Pérez.

4 “Denomino ‘prometeica’ la diferencia que se da en la brecha fundamental; o sea, la brecha que existe entre nuestra ‘capacidad prometeica’, los productos hechos por nosotros, los ‘hijos de Prometeo’, y todas las demás capacidades; el hecho de que no estemos a la altura del ‘Prometeo que hay en nosotros’” (Günther Anders, La obsolescencia del hombre. Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial, op. cit., vol. I, p. 259).

5 Ibid., p. 31.

6 Ibid., p. 32.

7 Günther Anders, “Sprache und Endzeit”, VI, en FORVM, nº 433-435 (1990), p. 20. 

8 Cfr. Werner Reimann, Verweigerte Versöhnung. Zur Philosophie von Günther Anders, Passagen, Viena, 1990, p. 45.

9 Friedrich Schiller, Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre, Anthropos, Barcelona, 1999, sexta carta, p. 149.

10 Aquí se trata del odio social, es decir, del odio contra un grupo, no del odio de una persona contra otra.

11 No hay estadio en la historia del espíritu humano que no se haya teñido en algún momento de odio.

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