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Indicios del mal
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Miscelánea

La escuela al museo: Fedro o las consecuencias (capítulo IV)

Iván Illich
Miscelánea

En 1984, Lenz Kriss-Rettenbeck, entonces director general del Museo de Baviera, invitó a Iván Illich a pronunciar el discurso inaugural del Museo de la Escuela, ramal del Museo que entonces Kriss-Rettenbeck dirigía. A raíz de ello, Illich escribió una serie de cinco ensayos que se publicaron bajo el título de Schule ins Museum: Phaidros und die Folgen (La escuela al museo: Fedro o las consecuencias), una historia de la oralidad, el nacimiento del alfabeto, de la escritura y la escuela, que terminó por monopolizar el saber. En Conspiratio 16 se publicaron los capítulos I y II y, en Conspiratio 17 el capítulo III. Aquí la tercera entrega. La traducción es de Jean Robert y Javier Sicilia. Los derechos de la obra pertenecen a Valentina Borremans. Se prohíbe la reproducción parcial o total.

Traducción y lengua

El Medioevo no modificó el alfabeto. Al igual que conoció el rollo, la Antigüedad tardía conoció también el libro, en el que grandes hojas están ensambladas. Las formas estilísticas fundamentales en la confección de escritos medievales tenían antecedentes en el mundo clásico. El papel, que prisioneros de guerra chinos llevaban de Samarcanda a Bagdad para las cancelerías de Harun al Rashid, era una rareza en los primeros scriptoria medievales. Las falsificaciones, que el papel no tolera, se realizaban constantemente en el pergamino. Además, a lo largo de un milenio y medio, la técnica alfabética grabó su sello en la sociedad. 

Por muy hábiles que hayan sido los litterae de la Antigüedad clásica en la administración del monopolio del alfabeto y venerable éste desde el Medioevo temprano, sólo hasta el Medioevo tardío nació del alfabeto un nuevo tipo de sociedad. Se ha recalcado con frecuencia que su heterogeneidad se hace visible en el espejo cotidiano de la escritura. Pero no se ha reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que la sociedad europea sería impensable sin la eversión de las formas de percepción que trajeron las letras.  

La razón de este hueco en la investigación se debe a que las categorías con las que pensamos las sociedades del pasado se leen —es decir, provienen de nuestros hábitos mentales de lectores— y se auxilian de la descripción. Dichas categorías sirven, en consecuencia, para explicar una sociedad en la que las relaciones sociales están determinadas por una lengua ligada a la escritura. Hasta cuando hacemos poesía somos literatos. Lo que llamamos ciencia tiene su origen en la descripción. Al referirnos a tradiciones del pasado hablamos absurdamente de “literatura oral”, es decir, de culturas de escritura oral. De ahí los límites para entender lo que a lo largo del Medioevo la escritura evertió, es decir, volvió de revés. De la misma manera que las letras hicieron del recordar épico memoria histórica, la confianza cotidiana en la palabra dada se desplazó hacia el documento dotado de sellos. La lengua separada del habla por la escritura y cuyo cuerpo, como el de una momia, enterramos para despertarlo cuando queramos, hace posible una encarnación del recuerdo y del convenio impensable anteriormente. El recuerdo de los muertos como la promesa pueden escribirse y almacenarse. Poco a poco el mundo se volvió archivo y la consciencia su espejo. Ya que la esencia de una sociedad se determina por la manera en que el pasado se presenta en la mente y es creíble, la escritura alfabética se comportó durante mucho tiempo como un cuerpo extraño dentro de la oralidad. A partir de ese momento hubo dos maneras heterogéneas de procurar el pasado y defender su lugar en el presente, dos maneras irreconciliables, una al lado de otra. Mientras la cultura de la escritura se limitó a minorías, como fue el caso hasta la Alta Edad Media, su ejercicio se vio como un poder extranjero.

En 1186, apenas cuatro años después de ser electo, el Abad Samson sabía, como un extranjero que ve las cosas desde afuera, el celemín que cada uno de sus súbditos de Sankt Edmund le debía, pese a que su antecesor no dejó nada por escrito. Poseía una memoria para las deudas que nadie quería recordar. El mediero estaba bajo la coerción de la escritura. Pero mientras la memoria del abad le fue tan extraña como el libro del Juicio Final, la escritura no pudo penetrar en su alma más que el látigo.

Eso cambió, sin embargo, con la alfabetización de la sociedad que se desató en el Medioevo y que al final de ese periodo había afectado a amplias capas de la sociedad. Lo que a partir de entonces las representaciones sociales comenzaron a transpirar no fue tanto el arte de leer y escribir, como las representaciones que, vinculadas con el escrito, impregnaban progresivamente todas las capas sociales. Esa progresión no erosionó de manera homogénea las relaciones fundadas en la oralidad, pero generó en todas partes una tensión cada vez mayor entre costumbre y legalidad. 

La historia del juramento escrito permite seguir el desplazamiento de la confianza en la palabra viva al documento revestido de fuerza legal. El juramento significa acuerdo verbal, promesa solemne. A lo que parece, todos los pueblos conocían esta especie de discurso enfático que se reforzaba mediante un rito, un gesto. Uno y otro están documentados. Este último le confería al “Yo les digo” un poder especial. Las fórmulas del juramento pertenecen a un tipo de declaración reacia al cambio. Su formulación hecha de cadencias, aliteraciones y estribillos las protege del olvido. Forman parte de una clase de dichos que, como fragmentos del tiempo anterior a la escritura, se preservan mnemotécnicamente. Con frecuencia, en el ámbito germánico, el juramento se enseñaba previamente a quien lo haría levantando un bastón. Quien juraba colocaba su mano sobre la estela del templo, sobre un pedazo de gleba, sobre la empuñadura de su espada o la levantaba hacia el cielo, mientras apoyaba su pie en una piedra. Pronunciando la fórmula: “Por el costado de la nave, el ala del escudo, el filo de la espada y el anca del caballo”, el danés juraba fidelidad a su palabra. El juramento se hacía a cielo abierto —hasta el siglo XVIII en Polonia y en los juzgados de Grecia, con la ventana abierta— para que los dioses, los espíritus y los muertos estuvieran al tanto de él. Quien prestaba juramento prometía ser fiel a él. Levantaba la espada o los dedos o se tomaba de la barba o de los testículos; en muchos lugares ofrecía un animal en sacrificio. Las mujeres juraban con otros gestos: la mano en el pecho o en la trenza.

Para el caso de que cometiera perjurio, el que juraba pronunciaba una imprecación contra sí mismo. Juraba por su cuerpo, sus miembros, sus ojos, su honor, sus descendientes haciéndolos prendas de su juramento: “¡Si miento o rompo mi palabra que me quede paralítico o ciego!”. A través de “confederados” comprometía también en su juramento a todo su clan: “¡Si miento que les caiga un rayo, que se los lleve el diablo, que su mujer dé a luz un lisiado!”.  

La unión del juramento y el gesto tenía el efecto de un sacramento entre los asistentes. Al pronunciarse, se hacía visible no sobre el papel, sino sobre el cuerpo vivo. Encarnaba la veracidad del pronunciamiento. En la oralidad, la verdad no se distinguía de la veracidad. El juramento era una epifanía de la unidad entre forma y contenido característica de la manera de pensar oral. Representaba un elemento esencial en las sociedades donde predominaba. Pese a que contradice fundamentalmente su naturaleza, el derecho escrito se obstinó en mantenerlo. Mediante la promulgación de severas leyes contra los “juramentos” formulados de manera extrajudicial, buscó legitimarse domesticándolo y monopolizándolo. Con ello evertió su función, una eversión que puede rastrearse en las anotaciones medievales que describen el juramento. 

Con el uso del Evangelio surgió una nueva relación entre el juramento y la escritura. El evangeliario lujosamente encuadernado tomó el lugar de la barba, del costado de la nave, del escudo, de la empuñadura de la espada: el libro en cuanto objeto —y no su contenido escrito— se involucró con los gestos del juramento. Eso parece extraño, sobre todo porque en el Evangelio de Mateo (5, 33-36) hay una clara proscripción del juramento: “Habéis oído […] que se dijo a los antepasados: no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno: ni por el Cielo, que es el trono de Dios, ni por la Tierra, que es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. Ni tampoco jures por tu cabeza […]”. A pesar de este pasaje del Sermón de la Montaña, el emperador Justiniano, en su reforma legal, exigió que quien jurara pusiera su mano sobre el evangeliario. 

Esa novedad es muy instructiva si se toma en cuenta que, a través de esta reforma de 528, el emperador bizantino elevó, en el derecho romano, el juramento a obligación general en los litigios. Inmediatamente los misioneros integraron el evangeliario en los juzgados tradicionales del norte de los Alpes. A partir de entonces ya no se prestaría juramento sobre un anillo sumergido en la sangre de un animal sacrificado, sino sobre la cruz, las reliquias, el altar o el Evangelio. Lo exigía la Lex Ribuaria de 803. Durante todo el Medioevo la Iglesia reivindicó su derecho a sancionar el perjurio.

El que se sustituyeran los gestos relacionados con la barba o el pecho por el Libro, condujo a que la auto-maldición, que acompañaba al juramento, se registrara por escrito y se utilizara una fórmula más refinada. En Inglaterra, este tipo de fórmulas se volvió tan complicada y extraña que quien emitía un juramento sobre su inocencia prefería tomar en la mano los fierros calientes del Juicio Final que el Evangelio. Porque sabía que no podría repetir la fórmula sin cometer un error, lo que equivalía a perjurio.       

De la confusa y tardía penumbra carolingia en el segundo tercio del siglo IX, se ha conservado un juramento redactado en “alemán”. El texto se encuentra en una crónica de Nithard escrita en un latín decoroso para la época. Como su padre, Nithard fue abad de Saint-Riquier y era nieto, por parte de su madre Berta, de Carlomagno. Estaba al servicio de Carlos el Calvo, otro nieto del emperador y redactó la crónica a los diecinueve años, dos años antes de perder la vida en un combate acaecido en 844. Con vivacidad describe lo que vivió. Lamenta la decadencia del imperio y se queja del mal tiempo. Por esa crónica sabemos que, en 841, Carlos el Calvo y Luis el Germánico se conjuraron contra su hermano común Lothar. Nithard escribió el juramento que tanto ellos como sus hombres debían aprender de memoria y repetir para que tuviera fuerza. Cada señor juró y comprometió a sus hombres en la lengua del otro. 

Un texto original en latín, probablemente escrito también por el propio Nithard, debió servir de base a esos dos juramentos formulados en lenguas populares, pero no se conservó. En la historia de la lengua francesa y la lengua alemana, estas dos versiones, llamadas los Juramentos de Estrasburgo, tuvieron papeles decisivos, pero muy distintos.

El texto en lingua romana es la representación alfabética más antigua de la lengua popular en Francia. Durante casi mil años, esa lengua, que se prestaba a su transcripción en letras latinas, que conservaron más de treinta generaciones y hablaron legionarios, comerciantes, artesanos, mujeres y funcionarios del imperio, nunca se escribió. Al igual que el latín, llegó de Italia, pero pervivió más tiempo. Al igual también que en Lombardía o en la Península Ibérica, nunca se le distinguió como una “lengua” distinta al latín.  

Un cuidadoso análisis del texto en lengua romana del Juramento de Estrasburgo permite reconocer que el texto de Nithard no es la transcripción de una lengua hablada. Se trata más bien de un intento de adaptar fórmulas pensadas y escritas en latín a la fonética y la sintaxis del habla de Alsacia. El texto es un ejemplo notable de una terminología jurídica, sabia, compleja y muy elaborada en su sintaxis, que utiliza el vocabulario técnico y rebuscado de los juramentos en latín que se han conservado de los príncipes carolingios. Ese tipo de juramento sirvió para que un ejército repitiera solemnemente, mediante un facsímil, un texto leído en su propio dialecto, que no era el latín.

En el año 79, en la época de la erupción del Vesubio ya no se hablaba en Italia como se deletreaba el latín. Las cenizas del volcán conservaron los grafitis con que la gente embadurnó las paredes de las casas. En estos escritos populares se manifiestan ya tendencias lingüísticas que los filólogos atribuyen a épocas más tardías. Por ejemplo, falta con frecuencia la terminación en –m. No se pronunciaba o, quizá, se fusionó en una nasal con la vocal que la precedía, como ocurre hoy en el portugués. Según muchos investigadores, esta distancia entre la lengua hablada y la ortografía no se limitaba al habla del pueblo. La poesía clásica de esa época se vuelve más amena cuando se “pronuncia” la –m a la manera brasileña. Setecientos años más tarde, las lenguas románicas de Galia y de Iberia se alejaron aún más del modelo latino. Lo que se leía era próximo a la forma local de la lingua romana: para el lector, la forma tipográfica llevaba el sello de la gramática; la pronunciación el del paisaje. En muchos lugares, la pronunciación latina se alejaba mucho de la ortografía, como sucede hoy con el inglés.   

La reforma carolingia tenía la intención —entre otras— de restaurar la unidad del latín en todo el imperio. Además de la unidad ortográfica existente, Carlomagno quería unificar también la pronunciación. Hoy, dicho objetivo se vería como un llamado a la comprensión mutua. Pero entonces no era necesario. Cada monje aprendía la pronunciación latina de su monasterio de origen. Si emprendía un viaje, digamos, del sur de Italia a Fulda, sus pies, como hoy los de un peregrino de la India que paso a paso se adapta al paisaje, lo conducían con la lentitud necesaria para que su oído se adaptara a las nuevas pronunciaciones. Pese a las grandes diferencias que hay entre una pronunciación y otras, la disposición de oír y entender es mucho mayor en una sociedad tradicional de lo que se imaginan los maestros de escuela.

Lo que Carlomagno buscaba, junto con su bien formado círculo de monjes —Petrus, el gramático, de quien Carlomagno adulto soñó poder aprender a escribir; Paulinus, cuyos himnos aún se cantan en la oración del coro; Paulus Diaconus, el historiador de la corte; el Visigodo español Theodulf, bromista versado en las artes; el laico Einhard, biógrafo del emperador— era crear, a partir de los muchos pueblos del imperio, una Iglesia popular. El hecho de que existieran soberanos se interpretaba entonces como un don de Dios al servicio de la Iglesia. La unificación visible de todos los dominios de la vida no tenía, en consecuencia, una función práctica, sino simbólica: su finalidad era detectar y corregir, con base en textos, hábitos que se habían inmiscuido en la gente. Se buscó un Urtext mítico para la Biblia latina, para el derecho canónico, para la liturgia, para la vida monástica. La unificación de la pronunciación del latín debe considerarse en este contexto como un intento motivado teológicamente para crear una lengua imperial unificada, simbólicamente efectiva. 

Nadie en el continente habría estado dispuesto a realizar esa unificación. La idea de que a una lengua escrita unificada debía corresponder una pronunciación única, no sólo era nueva, sino también irritante. Contradecía la práctica eclesial, cuya catolicidad romana encontraba su expresión en la elasticidad adaptable de sus formas lingüísticas, legales y rituales. Sólo en las regiones de Inglaterra, donde nunca se usó una lengua romance como lengua popular, pudo, en el siglo VIII, hacerse de la pronunciación “correcta” de la ortografía latina un tema de investigación. Beda el Venerable escribió un tratado sobre la ortografía. Carlomagno llamó a Alcuino, el Escocés, nacido el año de la muerte de Beda (735) y lo entrenaron para que dirigiera la escuela de Tours. Alcuino pertenecía a una tradición que no estaba arraigada en la continuidad de la lingua romana, sino en el latín escolar que emanaba del monasterio y la liturgia. Carlomagno quería reformar la pronunciación del latín. A diferencia de los monjes de Europa, Alcuino pronunciaba el latín como una lengua muerta. Entrenó a sus alumnos a leer el latín como había aprendido a hacerlo en York; cada letra debía pronunciarse con el mismo sonido. Hasta en las abreviaturas de la nueva escritura carolingia se refleja la preocupación por una pronunciación unificada. A veces, sólo se escribía la parte de una palabra que los francos no acentuaban lo suficiente o se habían “comido”. Cuarenta años antes del Juramento de Estrasburgo, en la escuela de Alcuino, se intentó alejar el latín de la lengua popular. Sólo en este contexto puede entenderse que Nithard tuviera la idea de escribir fonéticamente la lingua romana.

La reforma fonética de Alcuino pretendía reanimar el latín. Pero la consecuencia inmediata fue que el latín leído se volvió incomprensible para los escuchas. La renovatio imperial representó un obstáculo para la predicación. Un año después de la muerte de Carlomagno, el rechazo eclesial a la representación a-histórica de la manera correcta de leer el latín encontró su expresión en el Concilio de Tours, precisamente la ciudad en la que Alcuino había enseñado pocos años antes. El Concilio proscribió la nueva manera de leer durante el servicio divino. Easdem omelias quiusque aperte transferre studeat in rusticam romanam linguam aut theotiscam, quo facilius possint intellegere quae dicuntur,1 enunció el Concilio de Tours. El conflicto entre los partidarios de un latín reanimado y la pastoral tradicional tenía que ver con la interpretación del tipo de actividad que debía ser “la lectura”: deletrear el texto o tomarlo del libro y volverlo inteligible para el pueblo.

Las “homilías” de las que aquí hablamos no eran predicaciones en el sentido que hoy conocemos. Eran colecciones de textos que durante el culto servían para explicar la Escritura Sagrada. El celebrante debía leer ese libro escrito en latín, pero esforzándose en pronunciarlo en lengua romana o tudesca: un intento de revertir la reforma carolingia de la fonética latina. En la provincia de Tours, los sacerdotes debían seguir haciendo lo que siempre hicieron: escoger y leer del texto latino lo que sus feligreses podían entender y no deletrearlo fluidamente, sino leerlo de forma inteligible para los oyentes.

Con este canon, el Concilio de Tours reaccionó contra la delimitación hacia abajo de la lengua escrita. La representación de Alcuino del latín implicaba una fonética imperial que amenazaba la función de la escritura latina de servir a todos los pueblos. Por el contrario, el Concilio quería mantener abierto el acceso de la Iglesia popular a la comprensión de los textos (quo facilius possint intellegere). Por eso exigía del sacerdote el esfuerzo (studeat) de que al pronunciar lo leído (quae dicuntur) proclamara las homilías en lengua popular (aperte transferre…in rusticam linguam). Hay que enfatizar la palabra “rústica”: el lector debía hacerlo en habla popular, campestre. Se mencionan dos de estas hablas (linguae): romana o (aut) theotisca. El aut entre ellas no indica aquí oposición. Evocamos esta oposición porque pensamos en “lenguas” que se oponen como sistemas de comunicación cerrados. Pero no debemos proyectar en un texto del siglo IX la representación actual de una lengua bien delimitada ni la de una equivalencia entre lenguas. El aut entre romana lingua y theostica lingua expresa más una polaridad que una exclusión. El concilio se opuso a una contradicción entre la lectura latina y una manera generalmente comprensible de hablar. Sería un error entender que se refería a un proceso de traducción. Se refería a la lectura. Leer de manera inteligible —sea cual sea la forma en que el libro esté escrito— es un proceso distinto al de traducir el latín al viejo francés o al viejo alemán.

Eso puede clarificarse mediante una reflexión sobre el thiuthisk. Poco antes del año 800, el sentido de esta palabra empezó a oscilar entre “modalidad popular” y “origen germánico” o, dicho de otra forma, entre theotisca linguae, lengua del pueblo, y lengua alemana; pero en esa época la transición no había afectado todavía a la lengua popular. A base de glosar un idiotikon latino y otro griego, y realizar otros trabajos de traducción, monjes de la Reichenau, Fulda o Alsacia se esforzaron por crear los elementos de una “lengua alemana”. Nació así la idea de que el thiuthisk era una lengua distinta al latín, potencialmente equivalente, pero heterogénea de la y en la que podía traducirse. Faltaba mucho para que las lenguas populares se volvieran esas jaulas bien delimitadas que conocemos. Hasta el surgimiento de las primeras gramáticas de lenguas populares, es decir, hasta finales del siglo XV, el término lingua designaba lo mismo el órgano que el habla. Como tal era más un color en un espectro que un cajón que podía compararse con otros. Así como el rojo en un espectro puede lucir más intenso o más débilmente, el discurso era más o menos inteligible. Así como los colores pueden tener contornos tornasoles, los paisajes fundirse uno en el otro o podemos hablar de bosque y pradera, así también se relacionan el aut romanam y el aut theotiscam. En contraste con ambas estaba el latín, porque es una lengua ortográfica. Pero, mientras no se hizo imperativo leer la ortografía fonéticamente, el lector fue libre de vestir el sentido de lo leído de todos los colores del arcoíris. Los cánones de Tours hablan de esa tradición cristiana de leer textos escritos alfabéticamente de manera logogramática. Al determinar esa forma de leer, la cristiandad se alejó muy pronto del templo. Como lo reporta una fuente judía del primer siglo, el Megillath Teanith (Rollo del Ayuno): tres días de tinieblas cubrieron la tierra cuando los 70 sabios judíos terminaron su traducción griega de la Torá, la Septuaginta. Hasta hoy, el Corán no debe traducirse del árabe. La Buena Nueva cristiana consiste precisamente en que cada extranjero en Jerusalén pueda oír la interpretación de la escritura hebrea en su lengua de origen. Reflexionar, recordar de manera pública, mientras se lee en voz alta, forma parte de la esencia del mensaje cristiano. Es imposible entender el concepto cristiano de la lectura en la fe: el que Dios se haya hecho Palabra que se desenvuelve en la Escritura, sin la captura de Mnemosyne. Es también significativo que la creciente amenaza de este concepto de la lectura en el Medioevo haya sido paralela a la culminación de la doctrina del sentido triple y cuádruple de la Escritura y la analogía.

Según el testimonio del Juramento de Estrasburgo, la lectura ideogramática en el siglo IX tuvo un efecto contrario a esa teología. El texto que conservó Nithard era obra de un ex capellán. En este leño lingüístico, una lengua de cancillería pretendía hablarse de tú con formas antiguas del juramento. El ejército, que lo aprendió de memoria, lo volvió memorable mediante aliteraciones y palabras fuertes. Cada combatiente debía repetir palabra por palabra lo que se le leyó. La construcción y las fórmulas de la versión romance apuntan a que en la época de Nithard la intención de hacer familiares textos pensados en latín mediante el uso de la lengua popular romance no era nueva, ya que las fórmulas populares utilizadas estaban parcialmente erosionadas por el uso. Antes de que en la lengua popular correspondiente se registrara por escrito un canto, un discurso o un diálogo, el juramento nos ofrece una visión del proceso a través del cual una población se ligó con la escritura al aprender un texto de memoria. Este vínculo a través de fórmulas de juramento, pero también de oraciones, de confesiones de fe y de himnos no escritos, permite entender por qué ahí, donde los misioneros romanos introdujeron la escritura, pocas veces se hicieron transcripciones de poesía épica. Como sucedió con los juramentos, en esos sitios existía ya un fondo de fórmulas traducidas preñadas de escritura. Eso podía inducir al letrado a la tentación de corregir o mejorar la lengua popular escuchada.

El arte de editar un texto, de volverlo claro, de interpretarlo es fundamentalmente diferente al arte de traducir. El concepto de traducción al que estamos acostumbrados nace del texto. Traducir significa hoy transformar un texto en otro. Esta concepción se funda en la representación de que los textos tienen un contenido que puede pasar de un recipiente a otro. Todos esos contenedores tienen sus propias particularidades léxicas, gramaticales, fonéticas. Los monjes del siglo IX volvieron a ejercitarse en el arte de la traducción. En el primer siglo a. C, Cicerón y Horacio aludieron a ella. El texto griego, por ejemplo, no debía transferirse al latín verbum pro verbo. Su contenido, desligado de las palabras de esa lengua, despojado de su forma lingüística original, debía aparecer y conservarse en la otra. En la Antigüedad tardía, San Jerónimo encontró una imagen —a la que los monjes de la Reichenau se refirieron siempre—: Quasi captivos sensus in suam linguam victoris iure transposuit (“En acuerdo con la ley del vencedor, trasladó a su lengua los sentidos capturados”). Porque Jerónimo era consciente de la violación que la traducción ejercía sobre el texto, pidió limitar el poder de traducir: prefería tolerar palabra sin sentido en su Biblia latina a que la interpretación borrara de ella lo inefable: alioquin et multa alia quae ineffabilia sunt, et humanus animus capere non potest, hac licentia delebuntur.2 Hasta la aparición de la hermenéutica del siglo XIX, la teoría de la traducción cambió poco. Se definió como el intento de traicionar el secreto de una lengua. El estudio de la traducción como teoría lingüística aplicada se separó de la teoría literaria hasta 1950. “Ningún problema es tan consustancial a las letras y a su modesto misterio como el que propone una traducción” (Borges) La traducción refleja lo que la cultura de la escritura tiene de más inquietante. 

El Medioevo cristiano es, en un sentido muy particular, la edad de la traducción. Comienza con el Padre de la Iglesia de Dalmacia, Jerónimo de Estridón, y su obra maestra, la Vulgata. De manera muy consciente, el Medioevo abrevó de las fuentes griegas, hebreas, y luego árabes, y las tradujo a la lengua escrita que era el latín. Plinio reporta la existencia de múltiples lenguas, pero jamás las tradujo; tomamos como cierto que la elite de la Roma imperial era bilingüe. El Renacimiento restauró textos clásicos y su literatura es multilingüe. Para el Occidente, de San Jerónimo a Carlomagno, el latín era el gran recipiente en el que los contenidos de las lenguas sagradas de la Biblia, el hebreo y el griego, podían verterse. Después de la época carolingia, el latín se volvió también una lengua sagrada que había que traducir. Para hacerlo, en Murbach y la Reichenau se exigió usar el alemán con celosa sabiduría. Asiduamente se elaboraban glosarios que permitían encontrar las palabras alemanas adecuadas para replicar “la última filtración de pensamiento latino”. Como consecuencia de la traducción al alemán de la Regla de San Benito, tanto en las riberas del Lago de Constanza, como en Fulda, se consolidó, en esos años, un vocabulario alemán que por primera vez pudo confrontarse con el latino. Huyendo de fáciles familiaridades lingüísticas, forjando, a partir de hablas alemanas, nuevos moldes mediante préstamos sintácticos, semánticos y significados inéditos, se cristalizó y surgió algo nuevo: la lengua alemana, que podía verse como un equivalente del latín. El modesto trabajo del traductor se volvió creativo; a través suyo nacieron la lengua y sus fronteras.

Olvidamos con frecuencia que el traductor es alguien que las cruza en un doble sentido: no sólo las engendra, transporta a través de ellas su botín. Es como un barquero cuya nave lleva por vez primera el más allá salvaje de la oralidad a la otra orilla. Este tipo de traductor no existía en el mundo oral. Tampoco existía el dragomán que trabajaba para las oficinas de la fuerza de ocupación turca, ni el dolmetscher, que pretende garantizar la correspondencia entre dos textos, y menos el perico simultáneo de las Naciones Unidas. Todos ellos son artesanos del texto. Creen que quien habla dicta. No importa si el dictado está o no escrito, porque su resultado debe ser siempre un texto. La proeza del traductor simultáneo, que trata incluso de traducir el sinsentido de una lengua a la chochez de otra, se verifica al comparar dos textos 

Esta cristalización de un no-sentido verbal es inexistente en la oralidad anterior a la escritura. También lo es el hacer pasar el sentido palabra por palabra. “Palabra”, “lengua” no significan lo mismo que para nosotros. En este sentido, Homero, en contraste con Virgilio, no sólo carece de palabras, también de lengua. Con la misma facilidad con la que el cantor de la Ilíada utilizaba, en el ritmo de su discurso, los sutiles matices de las formas verbales griegas, podía también, al ritmo de los hexámetros, encontrar, en el enorme tesoro de dichos poéticos alados, el que necesitaba en ese momento. Para Virgilio, la Eneida era una proeza de arte verbal que hasta el final de sus días no dejó de mejorar y que en su lecho de muerte quiso destruir a causa de sus imperfecciones. La heterogeneidad entre ambos textos fundamenta la intraducibilidad del protocolo homérico en contraste con la capacidad de la Eneida de inspirar otros poemas. Ante ella, la lengua del traductor se yergue con la pretensión de hacer una equivalencia entre su lengua y la de su autor.

Como en la mayoría de las “lenguas” indoeuropeas, en la de los griegos arcaicos no existían fronteras entre lo que hoy llamamos una “lengua”, un “dialecto”, una “voz”, una “pronunciación”. En el Medioevo, esta realidad del habla popular, en su multiplicidad y polivalencia, se oponía al latín un poco como, en los años cincuenta, en Sumatra y en Java, el malayo tradicional se opuso a la lengua artificial impuesta por Sukarno, la Bahasa Malayu. El sujeto monolingüe “de nacimiento”, que postula la lingüística desde Saussure, pero también la de Chomsky, corresponde a la representación social del “ser humano”. La idea de un monolingüe de nacimiento era inimaginable en la Grecia arcaica. Aun hoy, para la mitad de la humanidad, es un sinsentido inculcado, contrario a la experiencia. La vida cotidiana en muchos lugares de la India, de Asia suroriental o de África, exige todavía la fluidez en el uso de varias hablas. Hay “lenguas” en las que la actividad de la traducción no se ha elevado por encima de los muros que el traductor salta con destreza. Actividades como “explicar”, “interpretar”, “repetir”, que en la cotidianidad de un mundo multilingüe ocupan mucho espacio, no deben confundirse con la traducción. 

El clérigo que apunta la declaración de un testigo en la lengua de un tribunal, es decir, que escribe en latín lo que el testigo dice en suabo, es un escribano, no un traductor. Tiende a reducir la palabra pronunciada a formularios predeterminados. Pocas veces queda algo de la lengua hablada en el protocolo. Tampoco el lector que lee la homilía según las reglas del Concilio de Tours traduce: interpreta, trasfiere, explica. Ayuda a entender. Pero lo que hace no es ni lejanamente una traducción. Hoy, alguien puede decirme: “Ayúdame, quiero saber lo que está diciendo”. Lo que busca mi interlocutor no es una traducción, sino una interpretación que le explique y lo haga entender. Confía en mí como un mediador que eventualmente puede saber lo que dice el murmullo de una anciana, el dialecto de Baviera, el lenguaje científico o el chino. La pregunta “¿Qué dijo?” contiene una súplica: “¡Dime por favor lo que quiere decirme!”. No esperamos de nuestro acompañante que haya entendido palabra por palabra. La comprensión de interpretaciones es uno de los fundamentos de las relaciones orales. Para el prisionero de una jaula lingüística esta forma de relación es impensable o irritante. Le es difícil ver que ese fenómeno que llama “lengua” tiene historia: construido socialmente, podría también decaer. Tal como la palabra nació al escribirse, la “lengua” adquirió su forma y sus límites actuales mediante la traducción de textos. 

1 “Se debe hacer el esfuerzo de trasladar las homilías a la lengua rústica romana o tudesca, para que pueda entenderse con facilidad lo que se dice”. N. de T.

2 “Hay muchas cosas inefables que la mente humana no puede entender y la licencia no debe borrar”.

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