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Indicios del mal
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Reseña

El mal en "Las benévolas"

Francisco Prieto
Reseña

Jonathan Littel

Las benévolas 

Barcelona: Colofón, 2007.

Trad. María Teresa Gallego Urrutia. 

En 2006 el novelista —¿apátrida?— Jonathan Littell publicó la novela Las benévolas. No he escrito “apátrida” de un modo peyorativo, sino para hacer reparar en un fenómeno muy reciente: la aparición en el escenario de la narrativa de autores que no se circunscriben a un lugar específico, la aparición de novelas cuyos personajes son, en su mayoría, transterrados, de autores que no escriben en su lengua natal ni siquiera en la lengua de sus ancestros. Este fenómeno, que podemos relacionar con la desaparición de las novelas y cinematografías nacionales, corresponde a un mundo que se ha vuelto una aldea global, dominado, además, por las inmigraciones masivas. Littell nació en Nueva York en 1967, pasó la niñez y parte de la adolescencia en Francia —Las benévolas fue escrita en francés— y es descendiente de polacos judíos; actualmente, aunque desde hace ya muchos años, reside en Barcelona. He aquí algo que nos remite al problema mayor de nuestro tiempo: el desarraigo. En efecto, cuando en el siglo XVII un autor nacido en el siglo anterior, Tirso de Molina, creó la figura del don Juan, lo definió como “un hombre sin nombre”, el tipo psicológico del desarraigado. Un hombre sin raíces no se compromete, no se entrega, vive encerrado en la prisión del yo y niega, sistemáticamente, al otro, que sólo tiene para él un valor de uso. Don Juan es un depredador, un victimario serial. No sé si Littell era consciente de ello, cuando escribió Las benévolas. Pero en ella logró crear un personaje que busca zafarse de toda limitación y que, lúcido, no se miente a sí mismo y sabe, para usar unas palabras caras a Lorca, que la luz del entendimiento le lleva a vivir alerta, ser, si viniere al caso, muy comedido. 

Maximiliano Aue, el protagonista y también el narrador, es un nazi circunstancial que hace carrera al lado de Adolf Eichman y escribe sin el menor asomo de remordimiento, con la única finalidad de consagrar el amor que se tiene a sí mismo y escapar del tedio. Así escribe desde su bisexualidad: “con mi mujer cumplo aún de vez en cuando, concienzudamente, con poco placer, pero sin asco excesivo tampoco, para tener en casa la fiesta en paz  […], de tanto en tanto, cuando me marcho en viaje de negocios, me tomo la molestia de recuperar mis antiguos hábitos, pero ya casi no es más que por higiene […]. El cuerpo de un chico guapo o una escultura de Miguel Ángel, da igual: ya no me cortan el resuello […]. A decir verdad no queda gran cosa que me interese. La literatura quizá, y ni siquiera estoy seguro de que no sea cuestión de costumbre. Quizá por eso estoy escribiendo estos recuerdos; para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco […].”

Las benévolas está lejos de ser un relato unidimensional. Al mismo tiempo que nos describe minuciosamente en la batalla de Stalingrado los combates, las ejecuciones, el desfogue orgiástico durante las treguas, y nos cuenta, con el regusto y la medida de un relato de aventuras, la capacidad que tiene para matar sin emoción alguna, nos narra la conmoción que le causa la belleza del rostro de un niño que toca con un virtuosismo y un encanto singular el violín y cómo se las arregla —una aventura más— para salvarle la vida. Narra también una larga velada en casa de Eichmann donde éste, que con algunos de sus funcionarios había formado un cuarteto de cuerdas, le cuenta cómo generosamente dejó de ser el primer violín porque un subordinado suyo era mejor violinista que él, le habla de sus inclinaciones musicales, de su amor por la música de Brahms, y luego discuten a Bach mientras Frau Eichmann se esmera en que no les falte nada, que gocen los platillos gourmet que ha servido, los vinos que ha seleccionado.

Todo es amoral en Aue. Tanto el bien, que para él está en su hermana, por la que padece una inclinación incestuosa que lo lleva a realizar acciones “heroicas”, como el mal que asocia con los espías, soplones, policías del Reich, que ante la sospecha de que puede desertar en los momentos finales, lo espían con singular tesón. Aue y su historia son la expresión de la ausencia de Dios y, en consecuencia, de cualquier compromiso que pudiera implicar el surgimiento de la conciencia moral, porque el narrador es un hombre que vive sujeto a la fórmula de desafío-respuesta, al culto de la energía, a burlar los obstáculos que le cierren el éxito personal y social. Incluso, sus únicos logros verdaderamente humanos, la salvación del niño ruso y la protección de su hermana son, en rigor, formas de vivir en la existencia concreta un mero placer estético. Dicho de otro modo, el personaje de Littell encarna como ningún otro personaje que yo conozca en la literatura del siglo XXI, a hombres y mujeres depredadores, descendientes de aquel burlador de Tirso que hoy proliferan porque se han multiplicado no sólo en los niveles de las élites, sino también en los sectores medios y proletarios de la sociedad industrial avanzada. Es la encarnación múltiple de esa banalidad del mal que Arendt encontró en Eichmann y que Jonathan Littell presentiza a lo largo de las 979 páginas de la novela. Al respecto, escribió el crítico de Le Nouvelle observateur: “Nunca en la historia reciente de la literatura había demostrado un debutante tal ambición de propósitos, tal maestría en la escritura, tal meticulosidad en el detalle histórico, tal serenidad ante el horror”. Nadie, en el entorno del personaje-narrador se escandaliza de nada. Evoco, pues, al personaje de Dostoievski: “si Dios no existe, todo está permitido”. Aue es como los robots que responden a la inteligencia artificial: no se angustian ni pueden arrepentirse de nada. Responden al “pensamiento lógico” y no cabe en ellos la compasión. El hombre-espectador de nuestra época, que no tiene tiempo para la soledad, es también una criatura despojada de vida interior, por tanto, cada vez más repelente a toda forma profunda de compartición. Representa la novísima modalidad del mal.

Con razón la novela, excelente novela, a pesar de haber sido multipremiada en Francia, ha sido un worst seller. En estos tiempos de la posverdad no podía gustar. Leerla exige corazones sólidos y una mente que busque desentrañar la realidad por dolorosa y horrible que ésta pueda ser.

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