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Indicios del mal
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El mal es un lugar habitado por todos. A lo largo de los siglos, los seres humanos hemos tratado de comprender su origen. No obstante, seguimos a oscuras. No hay respuestas satisfactorias. Ya sea como una ausencia de bien o una prueba de la inexistencia de Dios, ya sea como una desviación de la voluntad o una predeterminación hobbesiana, el mal se escabulle cuando se le trata de encasillar, definir y estudiar. La razón humana no alcanza a vislumbrar sus causas, como tampoco logra advertir por qué su propia naturaleza ha sido partícipe de las más terribles atrocidades cometidas en la tierra. 

Hay, sin embargo, una distinción que vale la pena apuntar. Si bien todo mal trastoca la naturaleza de algo, emana de distintos lugares. Cuando se trata de males que nacen de algo connatural a nosotros, cuando el origen del mal yace en la voluntad de alguien que es igual a mí, es aún más difícil encontrar una explicación. No pasa lo mismo con los fenómenos naturales. La naturaleza es indomable, surgen en ella “males” que no podemos advertir o controlar. Si hay algo más terrible que la catástrofe natural es el mal que nosotros causamos, el mal que es voluntario, el mal que pudo haberse evitado. ¿Por qué no hemos podido vencerlo? ¿Será que el mal anida en el propio corazón del ser humano? Somos responsables de la cantidad de crímenes y sucesos atroces que debieron haber sido inconcebibles. Sin embargo, nos hemos habituado al mal y no hay ya en nuestras conciencias atisbo alguno de asombro e indignación. ¿Cómo ha sido posible ese deterioro de la voluntad humana? ¿Acaso encontrar una respuesta a esa pregunta serviría para aliviar las heridas abiertas? ¿Hasta dónde puede llegar la naturaleza humana cuando se trata de cometer el mal? 

El mal es persistente, sus consecuencias impredecibles, y nuestro futuro incierto. El supuesto progreso que avanza a pasos agigantados hoy devela un escenario en el que asoma un género del mal para el que no estamos preparados. No sabemos sus magnitudes, características y consecuencias. El “progreso” es para los ilusos la conquista de lo humano, de lo efímero. Sin embargo, editar los genes, evitar la muerte y la enfermedad, eliminar nuestras limitaciones naturales es también erradicar lo humano. He aquí una paradoja: cuanto más anhela el ser humano su perfección, más se autodestruye. 

Lo que nos trae a este espacio no es la exigua necesidad de definir el mal en el mundo, sino el fenómeno casi inadvertido para nuestras conciencias adormecidas: la indiferencia ante el mal perpetrado. Hoy estamos inmersos y ausentes en una vida que pasa en un abrir y cerrar de ojos. Ya no hay interés por las preguntas importantes, por tratar de arreglar lo que se ha roto. Quizá porque hacerlo implica un esfuerzo que no vale la pena. En el mundo ya hay males tan extraordinarios ocurriendo al mismo tiempo que ya nada nos sorprende. Vivimos el absurdo. ¿Por qué sorprendernos con el mal cotidiano? Oímos la radio un lunes por la mañana y nos enteramos del asesinato de miles de personas, ya no se diga en las guerras en curso, sino en la que sucede aquí en México. Nos hemos habituado a la atrocidad, a vivir en ella. ¿Para qué arreglar lo insalvable? ¿Qué sentido tiene hablar del mal entonces?

Quizá sea una tarea fútil, sin ningún fin ulterior. Pero aquí en Conspiratio nos atrevemos a desafiarlo, a preguntarnos sobre su origen y aunque sean atisbos, a sacar a la luz algunos de sus indicios. Aunque sabemos que nuestra razón no alcanza para entender su origen, sus causas y sus consecuencias futuras, sí estamos convencidos de que es a través de este diálogo que podemos al menos realizar un asomo y, si somos afortunados, descubrir en este encuentro un alivio a la pena que provoca; si somos ambiciosos, quizá incluso podamos pensar que este número puede prevenir algunos males futuros. 

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